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¿Es aceptable que no podamos usar todas las obras que necesitamos para enseñar? ¿Y si debemos someter cada decisión pedagógica que involucre algo producido por un tercero a un proceso legal para obtener una autorización? Cuando la alternativa es el pago, ¿cuáles son las restricciones y expulsiones que genera esa salida?

Tener acceso al conocimiento para que el estudiantado pueda desarrollar capacidades creadoras, críticas e innovadoras es una parte fundamental de la tarea docente y del derecho a la educación. Sin embargo, los actuales marcos jurídicos en muchas partes del mundo no consideran excepciones para que el personal docente pueda compartir o usar libremente las obras producidas por terceros para fines de enseñanza o de investigación.

En los últimos años, los sindicatos que integramos la IE nos sumamos a reclamar este derecho ante la Organización Mundial de Propiedad Intelectual con el fin de que esta impulse un tratado internacional sobre limitaciones y excepciones a los derechos de autor cuando una obra literaria, artística o científica se utiliza en instituciones educativas, bibliotecas y archivos.

Un instrumento legal de estas características nos permitiría superar las legislaciones que a nivel mundial, y en particular en América Latina y el Caribe, no dejan que quienes educamos podamos trabajar en condiciones seguras, sobre todo cuando el uso de dichas producciones involucra el intercambio a través de plataformas o comunicaciones en línea.

“No sólo estamos discutiendo nuestra seguridad como trabajadores ni nuestras posibilidades de desarrollar adecuadamente nuestra tarea, sino también está en juego el derecho a la educación de los pueblos, en el sentido individual y en el colectivo.”

Algunas leyes nacionales determinan cantidades limitadas de una obra que se pueden citar en una publicación propia, sin diferenciar si el fin inmediato de dicha publicación es lucrar o educar. Otras habilitan ciertos usos si se paga por ellos.

Mientras concibo estas líneas, se acumulan imágenes en mi mente de los 25 años que llevo dando clases en la universidad pública: aquella película que yo había obtenido en un soporte y tuve que copiar a otro para poder compartirla con mis alumnes; ese libro sobre la historia de la industria argentina que estaba agotado, de un autor que había muerto pocos años atrás, y que muchos estudiantes vinieron a pedirme prestado para fotocopiar completo porque los primeros capítulos los habían entusiasmado; la alumna que después de trabajar en línea con un cuento de un autor cuya existencia conocía pero nunca había leído, consiguió y analizó tres libros enteros para su trabajo final; la canción del folklore argentino que escuchamos en clase hace dos semanas y desató un debate apasionado sobre las condiciones de vida de los trabajadores rurales.

Podría seguir, pero estos ejemplos (que pueden ser ilegales o no dependiendo de cada país) bastan para marcar algunas cuestiones esenciales: el derecho a la educación, el derecho a ser creadores, el derecho al trabajo digno, y el hecho de que una clase no es un paquete cerrado de productos sino una relación humana en la que el conocimiento se construye a partir de ciertos recursos que se ponen en juego y que cada docente o equipo determina.

No sólo estamos discutiendo nuestra seguridad como trabajadores ni nuestras posibilidades de desarrollar adecuadamente nuestra tarea, sino también está en juego el derecho a la educación de los pueblos, en el sentido individual y en el colectivo. Escribo desde la Argentina, un país en el que la educación es obligatoria por ley hasta el fin de la escuela secundaria: el ejercicio de este derecho humano no puede estar sujeto a las posibilidades de una persona o de un país de pagar por el acceso a los materiales necesarios para llevarla adelante en condiciones que garanticen la calidad de la enseñanza y que no profundicen la brecha socioeconómica entre quienes pueden educarse con los insumos necesarios y quienes no cuentan con ellos.

Cualquier docente sabe que la elaboración de materiales didácticos se produce en relación con las características del grupo con el que trabajamos, por eso mismo, es inviable sostener que la resolución de este reclamo pase por predeterminar un porcentaje de cada obra o un conjunto particular al que se pueda acceder libremente. Un mismo tema o problema puede precisar de una estrategia diferente y adaptada al estudiantado, a la generación a la que pertenecen, al momento histórico en el que estamos educando, a las dinámicas que surgen a partir de la interacción; para eso tiene que tener acceso a toda la obra y a todas las obras.

Les docentes no “usamos” las obras científicas, literarias o artísticas, no las queremos para generar un paquete transaccionable en el mercado: lo que hacemos es incorporar un material a una situación en la que, junto con el estudiantado, construimos conocimientos a partir de esos recursos.

¿De qué materiales estamos hablando? Hay dos grandes conjuntos: los trabajos científicos producidos por investigadores que, en muchos casos, pertenecen al mismo sistema universitario que necesita acceder a ellos para enseñar, investigar y generar políticas de vinculación y articulación con el entorno sociocomunitario del que forma parte; y las producciones literarias y artísticas (visuales, audiovisuales, musicales, multimediales). Prestarlas, copiarlas, reproducirlas y recrearlas forma parte de los procesos de enseñanza habituales en todos los niveles, desde el inicial hasta el superior y universitario.

Con respecto al primero, se destaca la enorme tarea que se está haciendo en América Latina para la construcción de repositorios institucionales y publicaciones de acceso abierto para escritores y lectores, que debe ir acompañada de una discusión a fondo sobre los sistemas de evaluación.

Me quiero detener en el derecho a ser creadores. El acceso a las obras es imprescindible para generar nuevos públicos, y nuevas y nuevos científicos, escritores, artistas: públicos que conozcan la existencia de un universo de producciones que no son las primeras que encuentran en una plataforma o en una búsqueda de Internet; y productores de materiales científicos, artísticos y literarios que puedan formarse como tales sin que las diferencias socioeconómicas anulen esa posibilidad.

La formación de un estudiantado que pueda desarrollar capacidades críticas con respecto a las producciones que circulan socialmente, profundizar en la comprensión de sus contextos de elaboración y concebirse a sí mismos como sujetos que crean discursos, que se apropian de los lenguajes y que hacen posible esa circulación (y que pueden decidir interrumpirla o desecharla) requiere de un acceso y un trabajo con todos aquellos componentes de las obras que quienes enseñamos consideremos necesarios.

La ruptura del mal llamado "sentido común", cada vez más maleable a la circulación de fake news, de narrativas sin asidero en la realidad, es imprescindible para la defensa de sociedades democráticas.

Estamos demandando el establecimiento de limitaciones y excepciones a derechos de autor y conexos pero nuestro reclamo es la ampliación de derechos: derechos para quienes estudian y para los pueblos que necesitan de esa producción de conocimientos, derechos para quienes educamos, derechos para seguir creando y que pueda ser la Humanidad (y no las corporaciones o la inteligencia artificial) quien escriba su propia historia.

Las opiniones expresadas en este blog pertenecen al autor y no reflejan necesariamente ninguna política o posición oficial de la Internacional de la Educación.