Con ocasión del 70º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ha llegado para mí el momento de hacer un repaso de los más de 30 años de dedicación personal a la educación nacional de mi país, y más de 20 años de activismo sindical en el seno del Syndicat des Enseignants et du Personnel de l’éducation (SEP, el antiguo Syndicat des Enseignants du Premier degré).
¿Qué conclusiones he sacado al respecto? ¿Cuáles han sido las consecuencias?
Mi carrera se estancó definitivamente con mi dedicación al activismo sindical, y, a pocos años de mi jubilación, sigo estando prácticamente al nivel más bajo y percibo un salario base casi igual al que recibía al principio de mi carrera profesional. Es como si todos mis profesores y compañeros de estudios se hubieran equivocado al pensar que yo tenía cierto talento. Así que me gusta pensar que mis competencias no son en absoluto responsables del fracaso de mi carrera.
Nuestras organizaciones docentes han sido prácticamente destruidas, y aunque el sindicato continúa dando muestras de un nivel de vida mínimo, ya no es más que un reflejo de su propia sombra. Sin medios humanos ni materiales, sus capacidades y sus acciones siguen sin tener un alcance significativo en la ejecución de sus misiones.
He sido arrestado y encarcelado una veintena de veces, procesado ante la justicia en dos ocasiones y juzgado por alteraciones del orden público y participación en manifestaciones ilegales. Debido a mi compromiso sindical he sido tratado casi como un criminal. Así pues, ¿qué balance –aparte de la represión– hacer de estas dos décadas de activismo sindical? Esta pregunta, a la cual tendré que responder algún día, constituirá el balance de la mayor parte de mi vida laboral.
Pero ¿tengo acaso derecho a quejarme si me paro a pensar en la situación de algunos de mis compañeros que están viviendo circunstancias mucho más deplorables? Pienso en Souleiman Ahmed Mohamed, ex secretario general, fundador y eje central de la organización sindical de enseñanza secundaria SYNESED, que no llegó a ser restituido en sus funciones y, para poder sobrevivir, se vio obligado a exiliarse al extranjero. Pienso en mi compañera Mariam Hassan Ali, ex secretaria general del mismo sindicato SYNESED, víctima del despido colectivo de los dirigentes de nuestros dos sindicatos en 1996 por haber convocado varias huelgas, y que padeció el exilio, la expulsión de su marido del país y la ruptura de su familia. Pienso en Abdoul-Fatah, ex secretario general del SEP y profesor contractual (maestro suplente), a quien le resultó imposible reincorporarse con menos de la mitad del sueldo (ya insuficiente) que ganaba tras veinte años de servicio en la educación nacional. En Hachim Adawé Ladieh, fundador del SEP, que nos dejó súbitamente sin que su situación hubiera cambiado. Y en muchos otros compañeros, activistas, representantes y responsables sindicales que siguen sufriendo debido a su compromiso como sindicalistas.
Actualmente las detenciones y los encarcelamientos colectivos ya no son tan frecuentes, lo cual se debe más que nada al miedo a militar, al temor a otras formas de represión sistemática como son la suspensión del sueldo, el traslado arbitrario, el “estancamiento profesional”, la ausencia total de meritocracia y, en consecuencia, el control de las promociones y de las carreras a través del clientelismo. Nadie tiene ganas de arriesgarse a destrozar su carrera, a convertir su vida profesional en un verdadero infierno, a acabar como nosotros, sus mayores, buenos ejemplos de lo que les espera. Todo esto explica la desafección que existe hacia los sindicatos.
Mi último arresto y encarcelamiento se remonta al mes de abril de 2017, cuando mi compañero y adjunto Omar Ali Ewado y yo pasamos diez días en las cárceles de la SDS (Servicios de Documentación y Seguridad nacional) por haber dirigido al presidente Erdoğan de Turquía una carta en apoyo a nuestros compañeros docentes turcos, solicitando su puesta en libertad. Era una carta parecida a las que le enviaron numerosas organizaciones sindicales docentes de todo el mundo, a petición de la Internacional de la Educación.
La última suspensión de mi sueldo se me notificó, al igual que a mi compañero Omar A. Ewado, también detenido, el día que nos pusieron en libertad. Evidentemente nos resultaba difícil obtener un “certificado de detención” por parte de los servicios secretos –nuestros captores– para demostrar nuestra situación.
Mi último traslado arbitrario se remonta a finales de la semana pasada, y, como me ha enseñado la experiencia, la suspensión de mi sueldo, que siempre se aplica a hurtadillas y nunca nos es notificada, fue inmediata.
Estoy casado y soy padre de seis hijos (tres niños y tres niñas). Comprendo la mirada de mis hijos cuando no puedo comprarles lo que necesitan debido a una enésima suspensión de sueldo. Pero para evitar que eso suceda realizo simultáneamente otros trabajillos por la noche. Recuerdo que estuve trabajando seis meses como vigilante nocturno para poder pagar las facturas de la electricidad y evitar que nos cortaran la luz en plena canícula (en verano la temperatura media es del orden de 43ºC a 45ºC). En otra ocasión, durante el verano de 2015, conseguí un empleo de peón. Afortunadamente, gracias a mi formación en mantenimiento informático, conseguía cubrir las necesidades esenciales de mi familia durante las frecuentes suspensiones de sueldos y durante el período de mi despido.
Pero todo esto debe ser la suerte que habitualmente corren muchos sindicalistas y activistas de la sociedad civil en la mayoría de los países del mundo. Y muchos de ellos tienen que sufrir situaciones mucho peores, como el asesinato de sindicalistas y docentes en Colombia, el secuestro, la mutilación, etc.
La pregunta que cabe plantearse no es por qué nos ocurre todo esto. Yo creo que, por muy dura que pueda ser mi situación y la de mis compañeros, todo eso responde al orden natural de las cosas que pueden acontecer. Ningún cambio o progreso se consigue sin resistencia y sin que los que quieren mejorar las cosas se arriesguen a tener que pagar el precio de su participación.
La verdadera pregunta es: ¿cuáles han sido los resultados? ¿Puedo decir que este calvario sufrido durante toda una vida de actividad profesional ha sido en vano? ¿Que el sacrificio de todas estas carreras, las privaciones, las pérdidas de nuestras familias, ha servido para mejorar la situación de los trabajadores, ha contribuido a la generación de un progreso social, ha sido útil para mi país?
No soy quién para juzgarlo.
Pero lo que sí sé es que no hay nada más doloroso en esta prueba que la revelación de su inutilidad.
Que eso no suceda jamás.
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El 10 de diciembre de 2018 se celebran 70 años de la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH). La Declaración sigue siendo una importante fuente de inspiración para docentes y sindicalistas de todo el mundo, al garantizar el derecho a crear sindicatos, la libertad de expresión y el derecho de todos a una educación de calidad. Los derechos humanos necesitan que las personas exijan, de forma informada y continua, su protección. Para celebrar esta ocasión especial, la Internacional de la Educación publicará una serie de artículos recopilando las voces y las reflexiones de sindicalistas en torno a las luchas y a los logros alcanzados en este ámbito. Los artículos reflejan el compromiso permanente de los sindicalistas de la educación, en todo el mundo, en cada comunidad, por promover, defender y avanzar en la consecución de los derechos humanos y libertades para el beneficio de todos.
Las opiniones expresadas en este blog pertenecen al autor y no reflejan necesariamente ninguna política o posición oficial de la Internacional de la Educación.