Imaginen que los gobiernos propusieran la creación de un tribunal supremo para el mundo entero. Un tribunal que tuviera poder para revisar cualquier cosa que los países hicieran en su función soberana. Que pudiera revisar las leyes y las normativas nacionales a cualquier nivel. Que pudiera revisar las sentencias de los tribunales con las más altas competencias.
Un tribunal que, si considerase que las decisiones de un país son ilegítimas o injustas, pudiera indemnizar a los agraviados con tanto capital público como estimase adecuado, incluso miles de millones de dólares. La ejecución de esta orden de indemnización estaría por encima de cualquier otra orden de otro tribunal contra un país.
Este tribunal apenas estaría sujeto a revisión –de estarlo– y las personas que quisieran presentar una demanda no tendrían que dirigirse a sus propios tribunales nacionales antes de recurrir a él, independientemente de lo bien que aquellos impartieran justicia.
Por si fuera poco, el tribunal ni tan siquiera tendría jueces. Es decir, no ofrecería la garantía de independencia y justicia –la titularidad de cargo judicial, por ejemplo– que estamos habituados a ver en los tribunales. En su lugar, el tribunal estaría representado por abogados que, entre otros conflictos aparentes, recibirían determinados honorarios en función del caso y tendrían un interés financiero directo en que se interpusiesen más demandas contra los países.
Y lo más importante, el propósito del tribunal sería proteger los activos de los extranjeros. Por "extranjeros", me refiero mayoritariamente a grandes empresas y personas muy ricas. Por tanto, el tribunal otorgaría derechos extraordinarios a las multinacionales y a las personas ricas, pero no les impondría unas responsabilidades equivalentes.
Sospecho que una propuesta de este calibre no tendrá muchos adeptos y que la mayoría de los gobiernos estarán de acuerdo con mi valoración.
Sin embargo, a pesar de ello, el gobierno de Canadá y la Unión Europea han seguido adelante con la idea, al igual que muchos otros gobiernos. De hecho, ya existe un tribunal de este tipo, bautizado con distintos nombres técnicos como el de “arbitraje de tratados de inversión” y “solución de diferencias entre inversores y estados”.
Los detalles de cómo funcionan estos mecanismos de protección de los inversores extranjeros se pueden consultar en cientos de poco conocidos “convenios bilaterales de inversión” y en los nuevos acuerdos comerciales de largo alcance, como el Acuerdo Económico y Comercial Global entre Canadá y Europa (CETA).
Desde los años noventa, estos mecanismos se han venido utilizando principalmente para sancionar a los países en desarrollo y en transición, no a los países desarrollados. Pero los gobiernos tienen previsto extender su alcance a todos los países, como una especie de tribunal supremo para el mundo entero.
En el ámbito del CETA, ahora Canadá y la Comisión Europea denominan a este tribunal “sistema de tribunales de inversiones” y describen el CETA como “progresista”. Ambas etiquetas son – por decirlo suavemente – engañosas.
En realidad, el mecanismo de protección de los inversores extranjeros y el sistema de tribunales de inversiones del CETA son la prueba más clara de cómo las normas de la economía mundial se están rediseñando a favor de los actores económicos más ricos y menos vulnerables, en detrimento de todos los demás.
Con “todos los demás” me refiero a los cientos de millones de canadienses y europeos de a pie que –imagino– no tienen tiempo o interés en examinar la jerga legal del CETA. De modo que tendrán que decidir si confían en alguien como yo cuando digo que deberíamos oponernos al sistema de tribunales de inversiones porque no cumple cuatro criterios básicos.
Primero, no refleja un uso prudente del capital público. Segundo, no asigna de forma equilibrada derechos y responsabilidades. Tercero, no garantiza una resolución de conflictos independiente y justa. Cuarto, no muestra suficiente respeto por las instituciones nacionales, especialmente los tribunales.
Por cualquiera de estas razones, deberíamos oponernos al CETA. Si se aprueba, la aprobación debería excluir el sistema de tribunales de inversiones del CETA.
Independientemente del nombre que se le atribuya, no necesitamos un nuevo tribunal supremo que proteja a las grandes multinacionales y a los superricos del resto de nosotros. Ya les va bastante bien.
Las opiniones expresadas en este blog pertenecen al autor y no reflejan necesariamente ninguna política o posición oficial de la Internacional de la Educación.