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Credit: Reporters / DPA - 2015
Credit: Reporters / DPA - 2015

“Mis profesores me inculcaron el valor de tener expectativas”, por Kurt Fearnley

publicado 3 octubre 2018 actualizado 5 octubre 2018
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Cerca de cuatro millones de niños australianos están matriculados en nuestro excelente sistema de educación pública cada año escolar. Estudiantes de familias pudientes junto a estudiantes de familias que viven al día. Atletas de élite, algunos incluso haciendo malabares para compaginar una incipiente carrera deportiva olímpica o como atletas profesionales; otros que nunca participaron en un deporte organizado. Actores y artistas incipientes que ofrecen conciertos o ponen en escena a Shakespeare, y otros que nunca en su vida han pronunciado una palabra en público. Estudiantes con gran movilidad, que corren y saltan por el patio y los pasillos, y otros que nunca darán un paso y mucho menos subirán un tramo de escaleras.

Estoy profundamente agradecido por la vida que tengo, pero sin las oportunidades que se me ofrecieron a través del sistema de educación pública australiano, de fama mundial, y los profesores y estudiantes dentro del mismo, estoy seguro de que no habría llegado donde estoy ahora.

En mi trayecto educativo estuve acompañado por maestros de enorme talento que me respaldaron y defendieron los valores de una educación inclusiva. Lucharon por mí cuando yo estaba desvalido y era incapaz de luchar por mí mismo.

Insistieron en incluirme en la escuela local normal ignorando la recomendación del aislamiento y la segregación. El director de mi escuela primaria exigió que yo estuviese en el mismo entorno educativo que mis hermanos y hermanas, primos, tíos, abuelos o incluso mis bisabuelos, que asistieron a la Carcoar Public School. Para preparar mi primer día de escuela, ese mismo director se pasó todas las vacaciones de verano cementando accesos y rampas alrededor de la escuela, de manera que pudiese empezar las clases en 1986.

Mis profesores me inculcaron el valor de tener expectativas. Expectativas que he valorado toda mi vida. En mis viajes internacionales he visto que una vida sin expectativas puede resultar mucho más invalidante que cualquier minusvalía. Cuando eliminas las expectativas de la vida de una persona que no tiene ocasión de interactuar con sus pares, le estamos haciendo un flaco favor a la comunidad.

Si permitimos que el nivel educativo de un niño esté dictado por el volumen de la cuenta bancaria de sus padres, el flaco favor se lo hacemos a nuestro futuro. Mis padres, gente de pueblo, honesta y trabajadora, con cinco hijos, incluyendo uno con una discapacidad, podían considerarse afortunados con tener un dólar en el banco. Si el precio hubiera sido un obstáculo a nuestra escolarización, nuestro país contaría con cuatro graduados universitarios menos, incluyendo tres docentes y un exitoso granjero y criador de ganado.

Aunque el derecho a la educación es un derecho humano básico, se estima que alrededor del 90 por ciento de los niños con discapacidades ni siquiera se matriculan en la escuela (UNICEF, 2014). Apenas el 33 por ciento de los niños que necesitarían una silla de rueda para desplazarse disponen de una. Me parece inconcebible y tendríamos que precipitarnos en la dirección adecuada para corregir esa injusticia. Pero no es el caso. La ayuda exterior aportada por los países ricos continúa reduciéndose, y los niños con discapacidades siguen colándose por las grietas del sistema y viviendo una vida sin expectativas ni oportunidades.

Yo pude beneficiarme no sólo de una sólida educación pública, sino que además pude obtener una licenciatura en educación. En la actualidad, rara vez entro en las aulas, pero me sentí obligado a completar el ciclo terciario de educación como una muestra de reconocimiento personal hacia todos los docentes que tuve en mi vida.

En lugar de pasar cada día en las aulas, mi vida ha sido la de un atleta profesional y he llevado con orgullo mi discapacidad. He pasado gran parte de las últimas dos décadas intentando fortalecer mi cuerpo. Convenciendo a mi corazón que todavía puede latir a 200 pulsaciones por minuto durante casi dos horas, igual que cuando tenía 20 años. Intentando afinar al máximo mi equipo para conseguir recortar mis tiempos en centésimas de segundo.

He contado con los mejores profesionales del mundo para ayudarme a construir mi autoestima y mis capacidades como corredor en silla de ruedas, hasta llegar a ser el mejor del mundo en mi etapa paralímpica. Ese instante en que cruzas la línea de meta y has sido capaz de transformar en éxito todos esos momentos de asesoramiento y de duro trabajo es realmente increíble. Fui elegido como abanderado del equipo australiano en los Juegos de la Commonwealth en Australia y capitán del equipo nacional en los Juegos Paralímpicos. He almorzado con la reina de Inglaterra, he conocido al rey de España, formé parte de la tripulación del yate ganador en la regata más prestigiosa del mundo.

Pero haber tenido acceso a unos docentes comprometidos en un entorno escolar normal es más importante que todo eso y representa una victoria cada día de la semana.

Cuando una comunidad está dispuesta a abrir su sistema educativo a todos aquellos que tienen que llevar una vida diferente, la comunidad sale beneficiada. La educación no puede ser considerada como un lujo. Es esencial para la vida, y una educación inclusiva nos permite a todos experimentar una versión realista de esa vida. Yo aprendí lo que era ser normal gracias a mi inclusión en la educación general. Esa normalidad generó expectativas entre mis compañeros. A partir de ese momento empecé a soñar con convertirme en el más rápido del mundo. Pero nunca he perdido de vista lo que me hizo quien soy. Soy un chico de la Carcoar Public School, valorado por mis profesores, y apreciado por mis compañeros.

Las opiniones expresadas en este blog pertenecen al autor y no reflejan necesariamente ninguna política o posición oficial de la Internacional de la Educación.