A veces lo que más nos impresiona durante una reunión internacional no es lo que figura en el orden del día, sino lo que está fuera, en la calle. En esta ocasión ha sido el impresionante coraje de unas pequeñas y frágiles abuelas a las que nadie ha podido parar y que sirven de ejemplo a todos los activistas por la justicia social respecto a lo que estamos llamados a hacer; la manera en que estamos llamados a vivir.
Realmente pensé que corría peligro de ser aplastada. Roberto Baradel, uno de los principales líderes SUTEBA, el sindicato de docentes en Buenos Aires, me llevaba firmemente agarrada de la mano mientras yo agarraba firmemente la mano de Alberto, mi esposo, y él llevaba firmemente agarrada su cámara; íbamos abriéndonos paso entre miles y miles de apasionados manifestantes en la Plaza de Mayo donde el edificio presidencial, la Casa Rosada, mantiene hoy barricadas contra estas protestas. Sabíamos que, si nos soltamos la mano, nos perderíamos en el mar de manifestantes.
Estaba en Buenos Aires para participar en una reunión regional de la Internacional de la Educación. Soy una de sus vicepresidentes regionales y me tuve el honor de hacer varias presentaciones. Pero esta marcha no formaba parte del programa oficial. Roberto me preguntó si sabía algo sobre Las Madres de la Plaza de Mayo. Por supuesto había oído hablar de ellas. En las décadas de los 70 y 80, cuando Argentina estaba gobernada por los militares, las voces críticas hacia el Gobierno terminaron “desaparecidos/as”. Secuestrados/as, torturados/as y asesinados/as, sus cuerpos fueron desechados en fosas comunes sin identificación o lanzados al mar desde aviones en vuelos rutinarios de muerte. Más de 600 docentes fueron detenidos y desaparecidos.
El 30 de abril de 1977, una docena de madres, encabezadas por Azucena Villaflor, acudieron a la Plaza de Mayo y se plantaron ante el palacio presidencial, llevando colgadas del cuello fotos de sus hijos “desaparecidos”. Empezaron a marchar tomadas del brazo frente a la Casa Rosada. Fue un acto de valor inimaginable resultado de la indignación y de un dolor inimaginable. Estas mujeres comunes y corrientes sin fortuna, puestos importantes o incluso el derecho de hablar la verdad, salieron cada semana a marchar en protesta; para exigir justicia; y para avergonzar un gobierno sinvergüenza.
Otros ciudadanos comunes se sintieron inspirados y empezaron a sumarse a las marchas semanales reclamando justicia. Se organizó una colecta para pagar un anuncio en un diario donde figuraban los nombres de los desaparecidos.
La noche que salió el anuncio, Azucena Villaflor fue sacada de su casa, torturada y “desaparecida”al igual que su hijo Néstor. El gobierno creyó que su muerte cruel serviría como ejemplo para que los demás desistieran y le pondrían fin a las marchas.
Pero no acabó con nada. Treinta y nueve años más tarde, Roberto, me llevaba agarrada de la mano mientras se iba abriendo camino a través de la aplastante multitud para permitirme llegar hasta el lugar donde las Madres (ahora abuelas) que aún sobreviven estaban preparándose para su 2.000ª marcha de protesta semanal consecutiva.
El miedo no podría intimidarlas. La violencia no podría silenciarlas. Ni tan siquiera su propio dolor lograría vencerlas. Estas guerreras invencibles tocadas con sus pañuelos blancos, alguna caminando con andador, esperaban en calma y con paciencia en una pequeña carpa para luego apoyarse en los brazos de voluntarios y presentarse como símbolos vivientes de que se puede combatir la injusticia, y que la gente común está capacitada para organizarse y ganar la batalla.
Gracias a su incansable persistencia, se ejercieron presiones internacionales sobre el gobierno hasta obtener respuesta. Altos cargos militares serían juzgados, declarados culpables y condenados por sus crímenes. En cuanto a los bebés de mujeres desaparecidas, nacidos en las cárceles de tortura, que fueran robados y entregados a familias seleccionadas mientras que sus madres terminaron asesinadas, las Madres consiguieron identificar a cientos de esos niños.
Roberto tuvo que convencer a los voluntarios que custodiaban a las Madres para que me permitiesen entrar en la carpa para reunirme con ellas. Testimonio de su propio activismo es el hecho de que todos lo conociesen y confiasen en él para dejarme pasar. Tengo dos hijos. No me puedo imaginar lo que haría si mi gobierno se los llevara, si los desaparecieran. Se me salían las lágrimas pensando en el dolor, pero también de pensar con orgullo de la fuerza de estas magníficas mujeres.
La más joven de las Madres restantes tiene ya 87 años. No habrá 3.000º aniversario en el que marchen las madres originales. Pero la Plaza de Mayo estará llena. Hijos, hijas, nietos y nietas, y muchos forasteros como yo acudirán. Sus hijos desaparecidos no volverán a casa, pero las Madres habrán sentado las bases para una organización de apasionados luchadores por la justicia social, que se centra en defender a los pobres e indefensos – por los hijos de hoy en día, que podrían desaparecer de distintas maneras.
El poder de las Madres constituye una lección universal. Mujeres sin derechos, frágiles y que lloraban la más dura pérdida posible, se levantaron. Su temeridad inspiró a muchos otros. Su persistencia consiguió que fuesen llevados ante la justicia los asesinos. Su visión es tan clara que las sobrevivirá.
Al salir de la carpa y empezar a marchar por 2.000ª vez ante la Casa Rosada, miles y miles de sus hijos y nietos, amigos y demás que llegaron como yo, marcharían junto a ellas alrededor de la Plaza de Mayo, coreando, en su honor:
Las Madres de la Plaza ¡el pueblo las abraza!
No es un eslogan. Es un recordatorio de lo que debemos hacer cuando las injusticias a las que nos enfrentamos parecen insuperables y las fuerzas a las que nos oponemos parecen invencibles. Recordar a las Madres. Abrazarlas. Marchar a su lado. Ellas nos muestran el camino.
Las opiniones expresadas en este blog pertenecen al autor y no reflejan necesariamente ninguna política o posición oficial de la Internacional de la Educación.