El polémico Acuerdo de Copenhague, ratificado en la madrugada del 19 de diciembre, es el acuerdo de mínimos que selló la comunidad internacional para reconocer los efectos del calentamiento global y tratar de evitar sus peores consecuencias.
Después de dos décadas de investigación científica y dos años de negociación, la falta de sustancia del texto aprobado por la mayoría de los 194 países representados en la XV Cumbre Mundial sobre el Cambio Climático levantó una oleada de críticas en todo el mundo.
“Ante la urgente necesidad de combatir el cambio climático, los docentes y sindicalistas de la enseñanza tenían puestas sus esperanzas en la aprobación de un acuerdo ambicioso y vinculante, capaz de darle un vuelco al cambio climático”, ha lamentado Fred van Leeuwen, secretario general de la IE. “Desgraciadamente, no ha sido así y lo que queda por hacer es mucho”.
El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, aun reconociendo que la decepción provocada por el acuerdo era mayúscula, no dejó de señalar que los compromisos adquiridos se apoyaban en compromisos financieros por valor de 30.000 millones de dólares para invertir en medidas de adaptación y mitigación a corto plazo en los países más pobres y unos compromisos adicionales por importe de 100.000 millones de dólares para invertir de aquí a 2020 en la consecución de los objetivos de reducción de emisiones.
“El Acuerdo de Copenhague puede no ser lo que se esperaba, pero tiene el mérito de ser un punto de partida, un punto de partida importante”, argumentó Ban Ki-moon.
Al acudir a la cumbre, los sindicalistas y otros militantes provenientes de todos los sectores y los cinco continentes coincidieron en que la prioridad era obtener un compromiso justo, ambicioso y vinculante con la reducción de las emisiones globales de gases de efecto invernadero para el año 2015, un acuerdo que contemplara modalidades de transición justa hacia una economía sostenible basada en el empleo digno y sostenible.
De hecho, el movimiento sindical sacó algo en claro de las negociaciones. Sharan Burrow, presidenta de la CSI, y otros dirigentes sindicales acogieron con satisfacción el apoyo expresado por los negociadores a una transición justa hacia un futuro bajo en carbono, a través de la creación de empleos dignos y de calidad.
El acuerdo pretende limitar la subida de temperaturas a dos grados centígrados, que es el tope máximo que se puede alcanzar, según indican los científicos, para evitar las consecuencias catastróficas de fenómenos climáticos extremos, tales como inundaciones y sequías, el avance del hambre y las enfermedades, las migraciones forzadas y el consiguiente malestar e injusticia social.
La imposibilidad de lograr un acuerdo jurídicamente vinculante puso en evidencia la profunda brecha entre las promesas hechas por los países desarrollados, responsables de la emisión a la atmósfera del 80% del dióxido de carbono, y las necesidades y expectativas de los países en desarrollo, principales víctimas de las consecuencias del cambio climático.
Greenpeace calificó Copenhague como “un fracaso histórico que vivirá en la infamia”. La Presidencia del grupo G77 de 130 países en desarrollo, declaró: “El acuerdo no es ni más ni menos que pedir a África que firme un pacto suicida, todo ello para mantener la dependencia económica de unos cuantos países”. Desde Amigos de la Tierra se afirma que el acuerdo “condena a millones de personas pobres a sufrir y morir de hambre”.
La IE instó a sus afiliadas a reclamar en voz alta y a nivel internacional medidas urgentes conducentes a un acuerdo firme que permitiera evitar la catástrofe climática. “Los docentes, en todo el mundo, han venido exigiendo a sus gobiernos la adopción de las medidas más adecuadas para preservar la Tierra y dejar un planeta en condiciones a nuestros hijos”, ha advertido van Leeuwen.